miércoles, 1 de marzo de 2017

La herencia

 -¿Estás segura de querer hacer esto? ¿No prefieres celebrar tu cumpleaños en casa, con tu padre, como siempre?

Raúl observó con preocupación a su hija Aida. La joven acababa de salir de su habitación con su mochila a la espalda.

-Vamos papá, es mi 18º cumpleaños, ya no soy una niña. Le prometí a mis amigas que lo celebraríamos juntas.

-¿Y necesitáis todo un fin de semana?

Aida abrazó a su padre y le besó en ambas mejillas.

-No te preocupes, seremos solo chicas, además, estaremos en un lugar seguro.


Raúl asintió a esta última afirmación. Aida y sus amigas pasarían el fin de semana en un chalet de montaña, propiedad de la familia de una de sus amigas.

-No pongas esa cara papá, te compensaré, cuando vuelva lo celebraremos juntos tú y yo. ¿Ok?

-Supongo que no puedo detenerte.

-No seas tan melodramático.

-Está bien, pero prométeme que me llamarás si algo no va bien.

Aida cruzó sus dedos índice y depositó un beso en la cruz que estos formaban.

-Prometido. ¿Estás más tranquilo ahora?

-No. Pero supongo que tendré que acostumbrarme a que ya eres una mujer adulta. Lárgate antes de que me lo piense y te encadene a una silla.

Aida besó de nuevo a su padre.

-No te preocupes, me portaré bien. Y antes de que te des cuenta ya estaré de vuelta.

Aida salió a la calle y Raúl observó por la ventana como se alejaba calle abajo y como antes de desaparecer por una esquina se giraba y se despedía con la mano.

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Se apartó de la ventana y entró en la cocina. Lavó los platos del desayuno de forma mecánica, preguntándose si había hecho bien dejando marchar a su hija, precisamente hoy, en su 18º cumpleaños. Si por lo menos hubiese caído entre semana... Cuando acabó con los platos se encaminó al salón, cogió el álbum familiar de un estante, se sentó en el sillón y empezó a hojearlo.

En las primeras fotografías aparecían él y su difunta esposa Laura con Aida, cuando era solo un bebé. Acarició con la yema de los dedos el rostro de Laura. Aida solo tenía dos años cuando...

Cerró el álbum de un golpe, cayó de rodillas y empezó a rezar.

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Cuando a las seis de la mañana sonó el móvil, Raúl seguía de rodillas en el mismo lugar, rezando. Miró al artefacto que sonaba encima de la mesa como el que mira un objeto maldito. Lo cogió haciendo un gran esfuerzo, como si el pequeño objeto pesara una tonelada. Miro la pantalla... era Aida.

-¿Aida?

-¿Papá? Papá, tienes que venir enseguida...ha...ha pasado algo horrible.

-¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

-Estoy bien, pero mis amigas... Papá ven ya...por favor.

-No te muevas de donde estás. Cojo el coche y estaré ahí en media hora.

-Date prisa papá.

Colgó y durante unos segundos permaneció quieto, con la mirada perdida. Cuando por fin reaccionó, lanzó el móvil contra la pared, haciéndolo añicos.

-¿Porqué, Dios, porqué nos haces esto?

Con los hombros hundidos subió a su habitación, abrió un cajón de su armario y extrajo un estuche. Lo abrió y , tras examinarlo detenidamente, guardó lo que había en su interior en un bolsillo de su chaqueta. Cogió las llaves del coche y salió de la casa con los ojos anegados de lágrimas.

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Cuando llegó al chalet vio a su hija esperando fuera. Su ropa desgarrada, toda cubierta de sangre, su larga cabellera azabache totalmente encrespada...fue una visión que desgarró su corazón.

Salió del coche y abrazó a su hija que acudió corriendo a su lado.

-Mi niña, mi pequeña...

-Papá, es horrible, ellas...están...están...

-¿Qué ha pasado?

-No...no lo se. Lo último que recuerdo es que acabábamos de cenar cuando Yoli y Marta fueron a la cocina y salieron con una tarta enorme llena de velas...después de eso no recuerdo nada. Me desperté en el suelo y ellas estaban...¡Muertas! ¡Muertas de una forma horrible!

-Cálmate. Espera aquí mientras voy a ver.

Entró en la vivienda y vomitó al ver lo que había allí. Sabía de antemano lo que encontraría, pero nada podía prepararle para eso. Salió y regreso junto a Aida.

-¿De verdad no recuerdas nada?

-No.

-¡Oh, mi pequeña, mi niña! ¿De verdad no te das cuenta de lo que has hecho?

-¿Pero qué estás diciendo papá? ¿Crees que las he matado yo?

-Mírate, estás ilesa, toda esa sangre no es tuya, es de ellas.

-Papá, me estás asustando. No puedes creer de verdad que yo...

-Mira tus manos niña, mira la sangre bajo tus uñas, en tu boca. ¡Dios mio! ¿De verdad no sientes el sabor de la sangre en tu boca?

Sacó la pistola de su bolsillo y apuntó a su hija.

-¿Papá? ¿De donde has sacado eso? ¿Qué vas a hacer?

-¿Recuerdas cuando te conté que mamá murió en un accidente de tráfico?

-Si, pero qué tiene que ver...?

-Te mentí. No fue un accidente. Yo la maté, con esta misma pistola.

-¡No! No puedo creerte. Te has vuelto loco.

-¡Ojala fuera eso! Tu madre era un licántropo, una mujer-lobo. Cuando me enteré tuve que matarla. Una vez al mes, durante tres días y tres noches ella se iba a visitar a su madre. Nunca sospeche de una posible infidelidad, siempre me llamaba desde allí, incluso la llevé un par de veces en el coche. Finalmente me enteré de porqué iba cada mes allí sin falta. No quieras saber como lo supe. La vi transformarse, mi niña, a ella y a la abuela. Al mes siguiente la seguí a escondidas y las maté, a las dos.

-No puedes hablar en serio...es una locura.

-¿Una locura? ¿Y cómo llamas a lo que ha pasado ahí dentro? ¿Cómo te explicas que no tengas ni un rasguño?

-Tiene que haber una explicación más racional,

-La policía jamás sospechó de mi. Me comunicaron sus muertes y, evidentemente, nunca encontraron al asesino. Durante años estuve estudiando esta maldición. Leía todo lo que caía en mis manos sobre licantropía y otros fenómenos parecidos. Así aprendí que, a veces, la maldición se salta una generación. Por eso te permití vivir hasta hoy, aferrándome a esa pequeña esperanza. Pero después de lo de hoy, no puedo permitirte continuar con vida.

Una vez leyó que cuando una persona tiene un subidón de adrenalina sus sentidos se agudizan, que tiene la sensación de que todo a su alrededor se mueve a cámara lenta. Raúl pudo comprobar lo cierta que era esa aseveración. Pudo ver como las dos balas de plata salían volando del cañón de su pistola, como dos hadas resplandecientes, e impactaban en el cuerpo de su hija.

Se acercó a ella y comprobó que la vida había huido de su precioso cuerpo. Entonó una oración por el alma de su hija y por la suya propia, introdujo el cañón del arma en su boca y, por última vez, apretó el gatillo.

                                                 FIN






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