sábado, 28 de junio de 2014

HECTOR, EL VAMPIRO (Memorias de un vampiro X / spin-off). Versión extendida.

        PRÓLOGO


El Muro o Muralla de Adriano es una antigua construcción defensiva de la isla de Britania, levantada entre los años 122-132 por orden del emperador romano Adriano para defender el territorio britano
sometido, al sur de la muralla, de las belicosas tribus de los pictos que se extendían más al norte del muro, en lo que llegaría a ser más tarde Escocia tras la invasión de los escotos provenientes de Irlanda. La muralla tenía como función también mantener la estabilidad económica y crear condiciones de paz en la provincia romana de Britannia al sur del muro, así como marcar físicamente la frontera del Imperio romano. Hoy día aún subsisten importantes tramos de la muralla, mientras que otras secciones han desaparecido al haber sido reutilizadas sus piedras en construcciones vecinas durante siglos.
Este limes fortificado se extendía durante 117 km desde el golfo de Solway, en el oeste, hasta el estuario del río Tyne en el este, entre las poblaciones de Pons Aelius (actual Newcastle upon Tyne) y Maglona (Wigton). La muralla en sí estaba construida en su totalidad con sillares de piedra, tenía un grosor de 2,4 a 3 m y una altura de entre 3,6 y 4,8 m. Contaba con 14 fuertes principales y 80 fortines que albergaban guarniciones en puntos claves de vigilancia, así como un foso en su parte septentrional de 10 m y un camino militar que la recorría por su lado meridional. Más al sur del camino militar construyeron otro foso con dos terraplenes de tierra para proteger la muralla de ataques desde el sur. Su nombre se usa en ocasiones como sinónimo de la frontera entre Escocia e Inglaterra, aunque en la mayoría de su longitud, el muro sigue una línea más al sur que la frontera moderna.
Su función defensiva fue asumida posteriormente por la muralla de Antonino Pío, levantada más al norte y abandonada tras un breve período ante la hostilidad de las tribus caledonias, volviendo la muralla de Adriano a ser el límite septentrional del territorio romano de Britania. Los pictos atravesaron la muralla en tres ocasiones, en 197, 296 y 367. Fue reparada y ampliada en 209, durante el reinado de Septimio Severo, y definitivamente abandonada en el año 383. Después de su abandono los habitantes de la región reutilizaron muchas piedras de la muralla para construir granjas, iglesias y otros edificios.
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Pons Aelius era un fuerte y asentamiento romano en el extremo oriental de la muralla de Adriano situado al oeste de los fuertes de Segedunum ( Wallsend ) y Arbeia ( South Shields ), al norte de Concangis ( Chester-le-Street ), y en el este de Condercum ( Benwell ) y Corstopitum ( Corbridge ). La población de la ciudad se estima en alrededor de 2.000. La fortaleza se estima en 1,53 acres (6.200 m 2 ).

Fue en ese lugar donde abrí los ojos por primera vez. Mi padre, un decurión de la guarnición y cristiano devoto, me concedió el nombre de Héctor Laureano Claudio. Era el año 362.


I

Crecí sano y fuerte bajo el amoroso cuidado de mis padres, sin embargo, no pude gozar mucho tiempo de ese amor. En el año 367, cuando yo solo contaba con cinco años de edad, ambos murieron en un ataque de los pictos a la guarnición.

Quinto Valerio, el pretor de la guarnición, cristiano como mi padre, me tomó bajo su protección cuando supo que no tenía más familia. Decidió que quedarme en la guarnición no sería bueno para mi y me envió a su casa, una villa en el campo no muy lejos de Roma, con una carta para su mayordomo, Craso, donde le daba instrucciones para que cuidara de mi y me asignara un preceptor que “me inculcara la cultura que todo ciudadano romano debía poseer.”

Viví allí bajo los cuidados de Craso y de Aeto, mi preceptor, un erudito griego. Ambos se convirtieron en mi nueva familia. Así, mientras Aeto cultivaba mi mente, Craso hizo lo propio con mi cuerpo enseñándome el uso de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo que conocía muy bien por haber sido legionario en el pasado.

Pero la persona a la que me sentí más unido en aquellos tiempos fue Julia. Julia era la hija adoptiva de Quinto. Tenía dos años menos que yo, pelo rubio, ojos verdes, una naricita pequeña que hizo que su rostro nunca perdiera su aire infantil y una boca de labios generosos que jamás, mientras estuve a su lado, perdió la sonrisa. Ella fue, al principio, mi compañera de juegos y mi confidente y con el paso del tiempo, el cariño se convirtió en amor. Teníamos solo catorce y doce años cuando nos juramos amor eterno.

A mis catorce años me había convertido en un muchacho sano, de cuerpo atlético y mentalidad abierta. Fue entonces cuando Quinto Valerio regresó a casa. La razón de su regreso era su reciente nombramiento como tribuno militar. Era el año 376.

Quinto y yo pasamos mucho tiempo juntos a partir de entonces, momentos en los que no cesaba de decirme lo satisfecho y orgulloso que se sentía por mis progresos, de los cuales había sido informado desde el primer momento por Craso y Aeto mediante correos. No tardó mucho en demostrarme esos sentimientos cuando, a las pocas semanas de su regreso, se presentó en casa con unos documentos que puso en mis manos con una enorme sonrisa.

-Leelos y dime que piensas- me dijo.

Examiné el pergamino y descubrí con gran asombro que era un documento de adopción. Quinto me había adoptado y me había nombrado su heredero, ya que no tenía hijos.

-¿Y bien?

-No se que decir...me siento tan honrado...y tan feliz...

Me abrazó y puso en mi dedo el sello familiar.

-¿Como puedo agradecerte...?

-Haz que siga sintiéndome orgulloso de ti...hijo mio.

Por esa razón, fui conocido a partir de entonces como “el joven Valerio”, aunque aquellos que me conocían bien, siempre me llamaron Hector.

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Casi un año después de mi adopción Quinto fue enviado a la región de Nórica, en la actual Austria, en misión diplomática y fue su decisión que yo le acompañara. Poco pude averiguar sobre su misión en esas tierras, pero intuí que tenía relación con el avance del ejercito visigodo que había cruzado el Danubio pocas semanas antes. A mis quince años recién cumplidos poco mundo había visto yo, a excepción de la guarnición donde nací y la villa de Quinto además de alguna escapada esporádica a Roma, así que la idea de viajar me tenía entusiasmado.

Partimos una madrugada acompañados por una escolta de treinta hombres. La duración del viaje, de unos 950 km, sería de entre veinticinco y treinta y cinco días a caballo, dependiendo de las dificultades que pudiésemos encontrar. Viajar largas distancias era duro en aquellos tiempos, pero a pesar de las dificultades disfruté grandemente del trayecto.

Sin embargo, poco duró mi dicha, pues a falta de solo tres jornadas de nuestro destino (unos 100 km.), fuimos atacados. No se cual era exactamente su número, pero nos superaban ampliamente. Eran una avanzadilla del ejército visigodo que había cruzado el Danubio y que avanzaba implacablemente hacia el sur. Nos defendimos como pudimos, pero su superioridad numérica se impuso, fui hecho prisionero junto a siete hombres de nuestra escolta. El resto, mi nuevo padre incluido, murieron en la pelea.

Nos ataron con las manos a la espalda y nos unieron unos a otros con una larga cuerda que pasaba alrededor de nuestros cuellos, así, en fila, nos hicieron andar durante el resto de la jornada hasta que llegamos a su campamento, donde nos encerraron en una jaula montada sobre un carromato. Estaba tan agotado que ni me dio tiempo a preguntarme por lo que me depararía el futuro. Así que me encontré en la jaula, libre ya de mis ataduras, me tumbé sobre la paja que cubría el suelo y me rendí al cansancio. Mi último pensamiento antes de quedarme profundamente dormido fue para Julia.

Me desperté a causa del traqueteo del carro que nos transportaba. Tras el aturdimiento inicial por despertar de esa forma, recordé los sucesos del día anterior y eché un vistazo a mi alrededor. Todo el campamento se había puesto en marcha, estaba amaneciendo y por la posición del sol pude ver que íbamos hacia el norte, sin duda nuestros captores volvían a reunirse con el grueso de su ejército.

No me equivoqué en mis deducciones. Dos días después, durante los cuales no nos dieron de comer y apenas de beber, llegamos al campamento principal de los bárbaros. Hasta donde alcanzaba mi vista filas y más filas de tiendas de campaña se extendían ocupando la totalidad de un extenso valle entre las montañas. Allí nos encerraron fuertemente custodiados en una de las tiendas, nos pusieron unos collares de hierro con una cadena que unieron a unas estacas firmemente clavadas en el suelo y, finalmente, nos dieron de comer. Nos sirvieron un cocido de carne y verduras que encontré realmente sabroso. Me extrañó que alimentaran tan bien a los prisioneros, pero no me quejé de mi suerte y devoré mi plato como si fuera mi última comida en este mundo.

Por la noche fuimos visitados por un grupo de siete hombres que se dedicaron a observarnos detenidamente uno por uno. Eran gente importante a jugar por sus ricas vestiduras, uno de ellos se acercó a mi. Era un hombre muy alto y de anchas espaldas, tenía un bello rostro enmarcado por una melena rubia que le llegaba a los hombros, ojos azules nariz grande y boca de labios finos. Lucía una cuidada barba. En perfecto latín, me preguntó:

-¿Eres de familia noble?

Supuse que lo dedujo de mis ropas, que a pesar de estar destrozadas por las penurias pasadas los últimos días, eran evidentemente de mayor calidad que las de mis compañeros de infortunio.

-Mi padre es...era tribuno- respondí.

-¿Tienes más familia?

-Solo una hermana.

-¿Tienes estudios?

-He recibido una buena educación desde niño, señor.

-¿Sabes de números. Podrías llevar las cuentas de una casa?

-Sin duda, señor.

-Bien.

Sonrió y se acercó a uno de los carceleros con el que mantuvo una corta conversación tras la cual, una bolsa repleta de monedas cambió de manos. El carcelero soltó la cadena de mi collar y la puso en las manos del que ahora era mi amo, pues era evidente que ese hombre me había comprado. Empezaba mi nueva vida como esclavo de un noble bárbaro.


II

Mi amo y yo, acompañados por un séquito de quince hombres, abandonamos el campamento de madrugada. Esta vez se me concedió la gracia de viajar montado, si bien el señor Hulgard, que tal era el nombre de mi amo, se aseguró que me ataran a la silla para evitar mi fuga.

Cuatro días después, viajando siempre hacia el norte, llegamos a una pequeña ciudad asentada en la falda de una colina sobre la cual se levantaba la residencia del amo. La ciudad, Hulgardburg, era una mezcolanza de viviendas construidas unas de piedra, otras de madera, otras con una mezcla de ambas materias. Sus habitantes vestían pobremente, pero tenían un aspecto saludable. Las calles estaban sorprendentemente limpias.

Atravesamos la ciudad y tomamos un camino que subía serpenteante hasta la cima de la colina y acababa a las puertas del palacio del amo. Este era una construcción rectangular de dos pisos con paredes de piedra y techo de madera. Adosados al mismo, dos edificios de madera eran usados como establos y como habitaciones de la servidumbre.

Hulgard me hizo entrar a su casa, hizo que me libraran de la cadena de mi collar y dio unas ordenes a uno de los sirvientes en un idioma gutural que no comprendí. Seguidamente se sentó a la mesa y me indicó con un ademán que me sentara con él.

Obedecí la orden y al poco rato nos servían de comer un potaje de verduras y unas aves asadas, debo decir que lo encontré todo delicioso. Sin embargo, me extrañó que Hulgard compartiese la mesa con un esclavo y, a riesgo de incurrir en una falta de respeto, le pregunte por ello.

-Héctor,la tarea que te voy a encomendar conlleva una gran responsabilidad, estás aquí para llevar la contabilidad de mi casa. ¿O acaso me mentiste cuando afirmaste que podías hacerlo?

-No te mentí, amo. De hecho, yo llevaba últimamente las cuentas de la casa de mi padre adoptivo.

-Bien, entonces tienes experiencia en el trabajo, mucho mejor.

-No quiero faltarte al respeto, amo, pero eso no responde a mi pregunta.

-Dada esa responsabilidad, también te daré algunos privilegios. Uno de ellos es cierta independencia, no recibirás órdenes de nadie, excepto de mi mismo, es más, te daré cierta autoridad, podrás dar las órdenes que consideres oportunas con tal de beneficiar mi hacienda. Vivirás aquí, en mi casa, ya tienes una habitación preparada. También comerás con la familia.

Más tarde fui presentado a la familia del amo:

Rehna, su esposa, era casi tan alta como él, tenía la piel muy blanca y su larga melena, que le llegaba más abajo de la cintura, era de un rubio tan claro que casi parecía de plata.

Ator, su hijo, contaba solo cinco años de edad, pero ya se adivinaba que alcanzaría la poderosa constitución de sus progenitores. Tenía el rostro de su padre.

Finalmente, el amo me ordenó retirarme a dormir. Por la mañana me mostraría los libros que debía poner en orden. Otro de los esclavos me acompañó a mi habitación. Era una pieza con una cama, un escritorio, una silla y un arcón que en ese momento se encontraba vacío. Me sentía agotado, así que, cuando me quedé solo, me tumbé sobre la cama sin desvestirme y me quedé dormido al instante.

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Apenas había amanecido cuando entró en la habitación el mismo hombre que me había acompañado el día anterior. Llevaba en sus manos una jofaina con agua y una túnica verde hecha con tela de buena calidad. Me lavé, me vestí y seguí al hombre hasta el despacho del amo. Por el camino pasé frente a un gran espejo y me detuve a contemplar mi imagen, entonces fui realmente consciente de mi situación. Si, viviría cómodamente con la familia y vestiría caras vestiduras, pero el collar de hierro que rodeaba mi cuello me recordaría constantemente mi condición de esclavo.
Cuando entré en el despacho de Hulgard, este se encontraba sentado ante una gran mesa sobre la que se encontraban desparramados los libros de contabilidad. Hulgard levantó la mirada al oírme entrar y sonrió.

-¡Ah!, Héctor. Ven, siéntate, quiero que te pongas con esto ahora mismo. Solo llevo unos minutos aquí y ya me da vueltas la cabeza. Verás que los números no son lo mio, espero que puedas poner orden a todo este lío.

-Pondré todo mi empeño y mi saber en ello, amo.

-Bien, entonces te dejo solo. Daré orden de que te traigan el desayuno. Mantenme informado.

Me llevó tres días poner orden en aquel caos. Hulgard era realmente un hombre adinerado. Poseía tierras que tenía arrendadas, campos de cultivo, ganado de todo tipo y una mina de hierro muy productiva, además de los diezmos que, como señor, cobraba a los ciudadanos de su feudo. Hulgard mantuvo su promesa, y a las horas de las comidas, enviaba a alguien con la orden de que dejara lo que estaba haciendo y fuera a sentarme a la mesa con los señores. Al final de esos tres días tuve la satisfacción de informar a mi amo que, no solo había conseguido organizar los libros, sino que además, había descubierto que su patrimonio era bastante más abultado de lo que él había calculado.

-¿Quieres decir que en estos tres días me has hecho más rico?

-Eso sería muy presuntuoso por mi parte, amo. Solo he descubierto que eres más rico de lo que pensabas.

-Sabía que hacía bien en traerte a esta casa. Estoy muy satisfecho de tu trabajo, Héctor. Pongo las finanzas de mi casa en tus manos.

-Me esforzaré en ser digno de la confianza que has puesto en mi.

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Seis meses después, ya tenía controlada la economía de la hacienda de Hulgard hasta el último céntimo, además, había introducido algunos cambios que aumentaron considerablemente los beneficios del amo. Una vez por semana le mostraba los libros y le daba un detallado informe de los beneficios obtenidos.

Hulgard alababa mi trabajo y, en ocasiones me premiaba con algún regalo, pero nada me hizo tan feliz como el día que me devolvió algo que creía perdido para siempre, el anillo con el sello de la casa de Quinto Valerio. Lloré de emoción al recordar la casa donde me crié, a Craso y a Aeto, a Quinto y, sobre todo, a Julia, a los que ya nunca volvería a ver. Nunca, hasta ese momento, me había pesado tanto mi collar de esclavo.

Pero cuando llevaba casi dos años en aquella casa, un nuevo acontecimiento daría un nuevo giro a mi vida. Un día, Hulgard me llamó a su despacho.

-Voy a emprender un viaje a Constantinopla- me dijo.- Se trata de un asunto diplomático, pero quiero aprovechar el viaje para adquirir algunas propiedades en esa ciudad. Tú me acompañarás para asesorarme.

Una semana más tarde, emprendíamos nuestro viaje a la nueva capital del imperio romano.


III

En el año 324 Constantino I el Grande, el emperador que refundaría la ciudad de Constantinopla, venció al coemperador romano Licinio (Flavio Valerio Licinio Liciniano 250–325), transformándose en el hombre más poderoso del Imperio Romano. En ese contexto decidió convertir la ciudad de Bizancio en la capital del Imperio, comenzando los trabajos para embellecer, recrear y proteger la ciudad. Para ello utilizó más de cuarenta mil trabajadores, la mayoría esclavos godos.
Después de seis años de trabajos, hacia el 10 de mayo de 330, y aún sin finalizar las obras —se terminaron en el 336— Constantino inauguró la ciudad mediante los ritos tradicionales, que duraron 40 días. La ciudad entonces contaba con unos 30.000 habitantes.

Renombrada como Nea Roma Constantinopolis (Nueva Roma de Constantino), aunque popularmente se la denominaba Constantinopolis fue reconstruida a semejanza de Roma, con catorce regiones, foro, capitolio y senado, y su territorio sería considerado suelo itálico (libre de impuestos). Al igual que la capital itálica, tenía siete colinas.
Constantino no destruyó los templos existentes, ya que no persiguió a los paganos, es más, construyó nuevos templos para paganos y cristianos, especialmente influido por estos últimos. Tal es así que durante su gobierno se abolió la crucifixión, las luchas entre gladiadores, se reguló el divorcio, dándose mayor protección legal a la mujer y se mantuvo una mayor austeridad sexual, según las costumbres que después se convertirían en cristianas. Además construyó iglesias como la de Santa Irene y la iglesia-mausoleo, donde fue enterrado el emperador. Constantino jamás se declaró religioso, sólo lo llegó a ser en el lecho de muerte, siendo bautizado por el arriano Eusebio de Nicomedia.

Nueva Roma fue embellecida a costa de otras ciudades del Imperio, cuyas mejores obras fueron saqueadas y trasladadas a la nueva capital. En el foro se colocó una columna donde se emplazó una estatua de Apolo a la que Constantino hizo quitar la cabeza para colocar una réplica de la suya. Se trasladaron mosaicos, esculturas, columnas, obeliscos, desde Alejandría, Éfeso y sobre todo desde Atenas. Constantino no reparó en gastos, pues quería levantar una capital universal.
La ciudad contaba con un hipódromo, construido en tiempos de Septimio Severo (año 203), que podía albergar más de 50.000 personas y era la sede de las fiestas populares y de los homenajes a los generales victoriosos del Imperio. Sus tribunas también fueron testigo de tribunales donde se dirimían los casos más relevantes.
También se dio gran importancia a la cultura. Constancio II creó la primera universidad del mundo al fundar, en el 340, la Universidad de Constantinopla. En ella se enseñaba Gramática, Retórica, Derecho, Filosofía, Matemática, Astronomía y Medicina. La universidad constaba de grandes salones de conferencias, donde enseñaban sus 31 profesores.

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Cuando llegamos a la populosa urbe era noche cerrada. Nos alojamos en casa del tribuno Tito Arrio, cabeza de una de las más nobles familias de la capital, con quien el amo debía tratar los asuntos que nos habían llevado hasta allí.

Tito era el típico romano, no muy alto, pelo negro que llevaba corto y ojos oscuros. Nos dio fervientemente la bienvenida y nos acompañó a nuestras habitaciones.

A la mañana siguiente me levante temprano para atender al amo y, ya que él estaría fuera todo el día atendiendo a sus negociaciones con Tito y yo estaba libre de obligaciones en aquella casa, le pedí permiso para visitar la ciudad.

-Puedes ir- me dijo- pero no te canses demasiado, Tito ha organizado una gran fiesta en mi honor y permaneceremos despiertos la mayor parte de la noche. Te quiero a mi lado por si tengo que hacerte alguna consulta.

Cuando Hulgard y Tito abandonaron la casa, salí a deambular por las calles de Constantinopla. Quedé extasiado por las maravillas que vi allí, pero pronto me sentí agobiado por la multitud que abarrotaba las calles ya que no estaba acostumbrado a lugares tan populosos. Volví pues a la casa de Tito Arrio y subí a mi habitación donde aproveché para echar una siesta y reservar fuerzas para la noche.

La fiesta fue multitudinaria, había gente de todo el mundo conocido. Pude reconocer, aparte de los habituales romanos, a gente de Tracia, Egipto, Grecia, la Galia o Hispania. Permanecí en un rincón, apartado de la fiesta, pero de modo que el amo pudiera localizarme fácilmente.

Era bien entrada la noche cuando se me acercó un hombre de noble aspecto. Era alto y fornido, pero lo que más llamaba la atención era su larga melena roja y su pálido cutis. Pensé que se trataba de un miembro del pueblo de mi amo, pero me equivoqué, mas tarde supe que era un galo. Su nombre era Ansila.

-Curioso anillo el que llevas, para ser un esclavo- me dijo. ¿Puedo verlo?

-Claro, señor- respondí levantando la mano para que pudiera observarlo con detenimiento.

-Muy curioso, en efecto. Dime, ¿no es este el sello de Quinto Valerio?

-Lo es, señor. ¿Le conociste?

-Si, le conocí hace tiempo. ¿Como es que lo tienes tú?

-Quinto era mi padre adoptivo, señor.

-¿Era?

-Si, señor. Murió en un ataque de los visigodos, yo fui hecho prisionero y vendido como esclavo al que ahora es mi amo.

-¿Y quién es tu amo?

-Hulgard, señor. El invitado de honor del dueño de esta casa.

-¿Hulgard? Bien, muchacho, volveremos a vernos y hablaremos de lo que le pasó al buen Quinto Valerio.

-Como desees.

Se alejo de mi en pos de Hulgard y empezó una conversación con él. Vi que discutían de forma educada pero enérgica y, de vez en cuando, volvían la vista hacia mi. Hulgard negaba con la cabeza, pero Ansila insistía. Finalmente parecieron llegar a algún acuerdo, ya que se estrecharon la mano firmemente. Ansila me miró con una sonrisa y, tras despedirse del anfitrión, abandonó el lugar. Poco me imaginé en ese momento que el objeto de su negociación era mi humilde persona.

Cuando por la mañana entré a la habitación de Hulgard para atenderle lo encontré de pie y completamente vestido.

-¡Ah, Héctor! Eres tú, pasa.

-¿Vas a salir, señor?

-Más tarde, pero no importa, siéntate, tenemos que hablar.

Hice lo que me pedía y él acercó otra silla y se sentó ante mi.

-Héctor, ¿recuerdas al hombre con quién hablé ayer? Ese galo de pelo rojo.

-Lo recuerdo.

-Esta mañana uno de los esclavos de Tito te acompañará hasta su casa. Él es ahora tu nuevo amo.

-¿Me has vendido, señor. Es que ya no estás satisfecho de mi trabajo?

-Estoy más que satisfecho, Héctor. Yo no quería venderte, pero ese hombre no me dejó opción. Es una persona muy influyente y, además, pagó una fortuna por ti. Lo siento.

-Lo comprendo. He sido muy feliz en tu casa, siempre te recordaré con cariño.

-Y yo a ti. Toda mi familia te echará de menos.

Una hora después me presentaba en casa de Ansila, mi nuevo amo.



IV

Me recibió Antonino, un anciano sirviente que me comunicó que estaba esperando mi llegada y que me ayudaría a ponerme presentable para presentarme ante Ansila. Me extrañaron esas palabras pues yo me había bañado esa mañana y llevaba puesta una de las ricas túnicas que me había regalado Hulgard, pero no dije nada y seguí al sirviente.

Primero me llevó a los establos, donde un herrero me liberó de mi collar de esclavo. Fue una extraña sensación sentirme libre de él tras llevarlo continuamente, día y noche, durante dos años. Pregunté al sirviente por ese hecho.

-En casa de Ansila no hay esclavos- respondió.- El no te ha comprado, ha pagado tu libertad.

-No comprendo.

-Los que estamos en esta casa somos sirvientes, no esclavos. Ansila nos paga un sueldo.

No dijo nada más, hizo un gesto para que le siguiera y me llevó a una habitación donde me entregó unas ropas.

-Ansila quiere que vistas como un romano, ponte esto.

Se trataba de una túnica, una capa y unas sandalias, tan lujosas como las que ya llevaba, pero a la moda de Roma. Me cambié en silencio y finalmente fui llevado a una lujosa sala donde me dieron de comer. Después de eso se me ordenó esperar allí hasta que se presentara Ansila.

Ya se había puesto el sol cuando vi a Ansila descender por las escaleras que daban al piso superior. Me puse en pie y le hice una reverencia.

-Amo, espero tus órdenes.

El se rió ante mi servil actitud, se acercó a mi y puso sus manos sobre mis hombros.

-Héctor, muchacho, ¿es qué Antonino no te ha explicado nada? Ya no eres un esclavo, no debes llamarme amo.

-¿Cual es, entonces, mi papel en esta casa, señor?

-Eres mi invitado, y como tal serás tratado.

-¿Y a que debo ese privilegio, mi señor?

-Quinto Valerio era mi amigo, no podía permitir que su hijo viviera como un esclavo. Y llámame por mi nombre, Ansila.

La emoción que me produjeron las palabras de Ansila fue demasiado para mi y rompí a llorar como un colegial. Ansila me rodeó con sus brazos y secó mis lágrimas.

-Ya se que debe haber sido muy duro para ti, no debes preocuparte por nada. He enviado mensajeros a tu casa para que sepan que estás bien y que regresarás cuando te hayas recuperado completamente.

-Jamás podré pagarte lo que has hecho por mi.

-No me debes nada, tu padre era un buen amigo, espero que también tú me honres con tu amistad.

-Soy yo quien se siente honrado, y agradecido de por vida.

-Está bien, ahora vete a dormir, sube esas escaleras y ve a la derecha, tu habitación es la segunda de ese lado, justo al lado de la mía.

Besé agradecido las manos del hombre que me había devuelto mi antigua vida y me retiré a mi habitación. Quedé anonadado por el lujoso mobiliario que Ansila había puesto a mi disposición, estuve largo rato admirando la cama, los arcones y el bello escritorio que adornaban la estancia. Finalmente, agotado por las emociones del día, me desvestí y me eché en la cama. Antes de dormirme entoné una oración por Ansila, mi salvador.

Poco podía imaginarme entonces la clase de ser que me había dado cobijo.

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Cuando desperté a la mañana siguiente, me vestí rápidamente y busqué a Ansila para reafirmarle mi gratitud, pero no lo encontré por ningún lado. Entré en las estancias de la servidumbre y pregunté por él, Antonino me informó que estaba durmiendo.

Sin nada que hacer me dediqué a deambular por la casa. Ansila era, sin duda, un hombre adinerado. Miraras donde miraras abundaba el lujo, paredes y suelos de mármol, muebles de maderas nobles, oro y joyas adornaban todas las estancias; la cabeza me dio vueltas al pensar en el poder que tenía ese hombre.

No se cuantas horas pasé admirando cada rincón de la casa hasta que Antonino me anunció que la comida del mediodía estaba servida. Seguí a Antonino hasta un comedor, en la mesa solo había un juego de cubiertos.

Una vez más pregunté por mi anfitrión.

-Creo que debo informarte de los peculiares hábitos de Ansila, joven señor.

-¿Peculiares?

-Ansila sufre una extraña enfermedad. La luz del sol le afecta la piel produciéndole graves pústulas. Desde muy pequeño se acostumbró a dormir durante el día y hacer su vida durante la noche.

-No sabía que estaba enfermo. ¿Es muy grave?

-Aparte del inconveniente de tener que evitar el sol, no le causa ningún mal. Puedes estar tranquilo, joven señor, no es contagioso.

-Llámame Héctor, si llamas a Ansila por su nombre, ¿porqué no vas a hacer lo mismo conmigo?

-Como desees.

- Debe ser muy triste no poder ver nunca el sol.

-Ansila está acostumbrado.

-Aún así...

Al llegar el final del día esperé bajo las escaleras a que Ansila abandonara su habitación. Cuando apareció le abracé, volví a agradecerle su bondad y le expresé mi pesar por su enfermedad.

-Eres un buen muchacho- respondió.- No debes preocuparte por mi, ya hace mucho tiempo que me he acostumbrado.

Fuimos a uno de los salones y estuvimos conversando hasta que el sueño me venció y me retiré.

Y así transcurrieron varias semanas; durante el día me dedicaba a deambular por la ciudad, disfrutando de sus maravillas o pasaba largas horas disfrutando de la extensa biblioteca de mi anfitrión y al caer el día me reunía con Ansila y manteníamos largas conversaciones. Yo le hablaba de mi vida en la villa de mi padre adoptivo y como esclavo de Hulgard y él me contaba las maravillas que había visto en sus viajes por todo el mundo civilizado, hasta que me vencía el sueño y me retiraba a mi habitación. Tanto me fascinaron sus descripciones de esos lejanos lugares que decidí que yo también tenía que verlos.

Me sentía feliz en casa de Ansila, pero la idea de volver a la villa y abrazar a mi amada Julia pesaba más en mi mente que mi fascinación por ese hombre, así que decidí que había llegado el momento de pedirle a mi libertador que me permitiera partir sin más demora.

Sin embargo, antes de que me decidiera a hacerle mi petición, sucedió algo que retrasó mis planes y cambió mi vida para siempre.


V

Una noche, poco después de tomar mi decisión de volver a casa, acompañé a Ansila a una de las fiestas que organizaba la alta sociedad de Constantinopla la mayoría de las cuales solían acabar en auténticas orgías. La casa estaba realmente abarrotada de gente, pero, a esas alturas, yo ya me había acostumbrado a las multitudes, así que me dediqué a pasarlo lo mejor posible.

Sin embargo, esa noche me aburrí pronto y decidí abandonar la fiesta y dar un relajante paseo nocturno por la ciudad. En esa época, Constantinopla era una ciudad que nunca dormía, la vida nocturna era casi tan activa como la diurna. De pronto, me sorprendió ver a Ansila al otro lado de la calle, pues creía que se había quedado en la fiesta, iba acompañado por una joven a la que llevaba agarrada por el talle. Al principio pensé que se trataba de una de las asistentes a la fiesta, pero al ver su maquillaje pude comprobar que se trataba de una prostituta. Me extrañó que buscara la compañía de una chica de la calle pudiendo escoger entre muchas de las mujeres que asistían a la fiesta.

Mientras tenía esos pensamientos, vi como Ansila y su acompañante entraban en un oscuro y estrecho callejón. En esa ocasión mi curiosidad venció a mi discreción y sigilosamente entré en el callejón en pos de ellos.

A los pocos pasos pude verlos de nuevo, se habían detenido y la muchacha estaba con la espalda apoyada en la pared mientras Ansila parecía besar su cuello. Sin embargo, mi primera impresión era equivocada, pues cuando él levantó el rostro del cuello de ella, pude ver la sangre que manaba por una fea herida. En ese momento, Ansila se percató de mi presencia y volvió su rostro hacia mi. Nunca podré olvidar la impresión que me causó ese rostro, esos ojos brillando en la oscuridad del callejón, esos colmillos manchados por la sangre de su reciente víctima. Entonces comprendí los hábitos nocturnos de mi libertador, Ansila era un vampiro.

Se lanzó contra mi a una velocidad cegadora, apenas recuerdo haberle visto moverse, pero en un instante estaba a mi lado y me golpeó. Pude oír sus palabras antes de perder el conocimiento.

-Maldita sea, muchacho. ¿Sabes lo que acabas de hacer?

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Desperté en una celda sin ventanas y sin mobiliario, la puerta estaba cerrada y nadie respondió a mis gritos y a mis súplicas de clemencia. Finalmente me rendí y me senté en el suelo en espera de acontecimientos.

Pasaron varias horas durante las cuales dormité brevemente un par de veces hasta que, por fin, se abrió la puerta de mi celda y entró Ansila.

Se quedó allí, de pie, mirándome fijamente. Yo apenas tenía ánimos para mover un músculo, horrorizado por lo que había visto la noche anterior y por lo que pudiera hacerme a mi.

-¿Sabes lo que has hecho, muchacho?- Me preguntó repitiendo casi exactamente las últimas palabras que había oído de su boca.

No supe que responder.

-¿Qué voy a hacer ahora contigo? No puedo dejarte marchar tranquilamente sabiendo lo que sabes.

-¡Por favor, no me hagas daño! Yo no quería...

-¡Callate! No quiero...no quería hacerte ningún daño. Mi preocupación por ti era sincera, en poco tiempo te habría dejado volver a casa, ya estaba preparándolo todo para tu viaje.

Empezó a dar vueltas por la celda con el entrecejo fruncido, como si estuviese pensando qué hacer a continuación. Finalmente cesó en sus paseos y se encaró conmigo.

-A mi modo de ver, solo tengo dos opciones. La primera es matarte.

-¡No, por favor!

-La segunda...

Se llevó la mano a la frente, cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Como si lo que iba a decir fuera lo más difícil que había dicho nunca.

-La segunda opción es convertirte en uno de los míos.

Se quedó allí, mirándome fijamente una vez más. Sus ojos me dijeron lo que no dijeron sus labios: “Tú decides”.

¿Qué podía decir? Solo tenía diecisiete años, no quería morir. Había tantas cosas que quería hacer, tantos sitios a los que quería ir...y sobre todo, estaba Julia. La idea de morir sin ver una vez más su rostro, sin besar una vez más sus labios, se me antojaba el peor de los castigos.

-No quiero morir-respondí. -Haz lo que debas.

Una vez más me sorprendió su velocidad. En un parpadeo lo tenía encima de mí mordiendo mi cuello y sorbiendo mi sangre. Sentí como la vida escapaba lentamente de mi cuerpo a cada sorbo que Ansila bebía de mí. Creí que había decidido matarme cuando finalmente me soltó. Vi su rostro manchado por mi sangre y como su piel absorbía lo que su boca había dejado escapar. Me sonrió, mordió fuertemente su muñeca y la acercó a mi rostro.

-La decisión es solo tuya- dijo.

Miré la sangre correr por su pálida piel y me pareció que brillaba con luz propia, y sentí su olor, un olor que se me antojaba dulce como la miel.

Acerqué los labios a la herida y succioné con fuerza, el sabor era tan dulce como había supuesto. Bebí largamente, con glotonería, después perdí el conocimiento.

------------------

Desperté en la misma celda, Ansila estaba a mi lado.

-¿Como te encuentras?

Me puse en pie, palpé mi cuerpo y miré mis manos. No vi nada anormal, sin embargo, notaba una inusitada energía recorriendo mi cuerpo. Jamás me había sentido tan fuerte.

-Me siento bien, pero tengo mucha sed.

-Es lo normal.

-¿Quieres decir qué...?

-Ya nunca más volverás a sentir sed o hambre en la misma forma que hasta ahora. A partir de este momento solo sentirás tu nueva sed...La sed de la sangre.

-Me has convertido en un monstruo.

-¿Crees realmente que yo soy un monstruo?

-Yo...No, no lo creo. Dios me perdone, pero no creo que lo seas.

-Entonces tú tampoco lo eres. Ven, te enseñaré todo lo que debes saber para sobrevivir en tu nueva condición.

Me tomó de la mano y subimos por unas estrechas escaleras que nos llevaron a una sala que reconocí al instante. Todo ese tiempo había estado encerrado en los sótanos de la casa de Ansila.

Subimos a mi habitación donde me cambié de ropa y salimos a la calle. Entonces descubrí mis nuevos sentidos. Lo primero que me sorprendió fue mi nueva visión. Podía ver mejor en la oscuridad de la noche que antes a la luz del día. Los colores eran más vivos, más luminosos; los seres vivos despedían su propia luz todo era hermoso y fascinante. Y que decir del olfato y el oído. El más insignificante aroma, el más leve de los susurros, nada escapaba a mi atención.

-¿Puedes verlo? ¿Puedes sentirlo? ¿Puedes apreciar la verdadera belleza que escapa a los simples sentidos de los humanos?

-Si, puedo hacer todo eso. Es fascinante. Y abrumador.

-Te acostumbrarás en poco tiempo. Ahora, vamos de caza.

Paseamos hasta llegar a los barrios bajos, nos introdujimos en aquel dédalo de callejuelas y poco después vimos a un borracho salir de una taberna y le seguimos hasta llegar a una calle solitaria. Ansila se lanzó sobre él y lo empujó contra una pared.

-Mira, así es como debes sujetarlos para que no griten ni puedan escaparse.

Observé como sujetaba a aquel hombre contra la pared con el peso de su cuerpo y como con la mano izquierda oprimía su traquea para impedirle gritar.

-Mira su cuello. ¿Lo ves?

-Si.-conteste.

Las venas resaltaban como cuerdas gracias a mi nueva visión vampírica. Ansila mordió su cuello y bebió pero antes de acabarlo se apartó y me dijo:

-Termínalo.

Sujeté al hombre imitando la técnica de mi creador.

-Eso es, no temas no escapará, eres mucho más fuerte que él.

Acerqué mis labios al sangrante cuello y bebí. Nunca imaginé que su sabor sería tan dulce, sorbí el rojo néctar hasta que sentí que la vida abandonaba a ese hombre.

Ansila se mostró satisfecho y afirmó que aprendería rápido.

Más tarde atacamos a un mendigo que deambulaba por la zona. Esta vez yo inicié el ataque y Ansila lo terminó. Una vez más se mostró satisfecho por mi actuación.

Viví y cacé junto a Ansila durante poco más de un año, aprendí de él todo lo que necesitaba para sobrevivir como vampiro.

Durante ese tiempo conocí la existencia de los licántropos. Una noche en que paseábamos por las concurridas calles de la ciudad, atrajo mi atención un individuo con aspecto humano, pero con una aura tan poderosa como la nuestra. Pregunté a mi creador si sabía que clase de ser era ese.

-Es un licántropo, un hombre-lobo.

-¿Entonces, también ellos son reales?

-Tanto como nosotros. Pero no te acerques demasiado a ellos, su raza y la nuestra no estamos en muy buenas relaciones.

-¿Porqué?

-Sucedió hace unos quinientos años. Por aquel entonces ambas razas tenían una buena relación, incluso en ocasiones cazaban juntos. Pero, de pronto, nadie recuerda el motivo ni quién la empezó, estallo una guerra entre las dos razas. Duro más de cien años y causó una gran mortandad entre los dos bandos. Finalmente se firmó un armisticio, pero desde entonces las relaciones entre ellos y nosotros han sido prácticamente nulas y, excepto en muy raras ocasiones, nos ignoramos mutuamente.

-¿Raras excepciones?

-Se sabe que, excepcionalmente, un vampiro y un licántropo o grupos de ellos han colaborado frente a algún enemigo común. Pero eso es algo extraordinario.

Pero tras ese tiempo de aprendizaje, decidí que había llegado el momento de volver a casa. Me despedí de mi creador con lágrimas en los ojos, lamentaba de veras separarme de él pero el deseo de volver a ver a Julia era mayor que cualquier otro sentimiento.

Así que partí sin volver la vista atrás mientras me devanaba los sesos para encontrar la forma de explicarle a Julia mi nueva condición.



VI

Tardé más de dos meses en realizar el viaje, pues a las dificultades a las que se enfrentaba cualquier viajero en un trayecto tan largo debía de añadir el viajar de noche y tener que encontrar un refugio donde esconderme del sol antes del amanecer. Cuevas, madrigueras de animales o casas de campo abandonadas fueron mis refugios diurnos; incuso, en un par de ocasiones, tuve que enterrarme bajo tierra. Tuve que alimentarme mayoritariamente de animales, aunque también pude saborear ocasionalmente algún humano en alguna de las ciudades o villas que atravesé en mi viaje.

Cuando llegué a la villa faltaba menos de una hora para amanecer, dejé mi caballo escondido en un bosquecillo cercano y entré en el granero anexo a la vivienda el cual tenía un altillo donde había un viejo arcón en desuso que había usado muchas veces como escondite en mis juegos infantiles. El viejo mueble, aunque algo incómodo, resultó ideal para esconderme durante ese día.

Cuando desperté al anochecer estuve observando la casa desde el granero, esperando que cesara toda actividad en la misma. Cuando eso sucedió me encaramé por la pared y entré por la ventana a la habitación de Julia. Estaba durmiendo, me acerqué silenciosamente y la observé; seguía teniendo el mismo rostro de dulce niña que recordaba de tres años atrás. La desperté poniendo una mano en su boca para evitar que gritara. Al principio se removió asustada, pero cuando me reconoció abrió los ojos como platos y se calmó, aparté la mano de su boca y la besé.

-¡Dios santo! Héctor, ¿eres realmente tú?

-Si, querida, soy tu Héctor.

-¿Cuando has llegado?

-En realidad llegué esta madrugada.

-¿Y porqué has esperado hasta ahora para entrar?

-Tenía mis razones. Ahora escuchame bien, voy a contártelo todo, todo lo que me ha pasado y cuando acabe entenderás mi comportamiento. Quiero que me escuches sin interrumpirme y, sobre todo, en silencio. No quiero despertar a los demás, por lo menos de momento. ¿Lo has entendido?

Asintió en silencio, sus ojos reflejaban el conflicto de sentimientos que pasaban por su cabeza, la alegría por mi regreso y la preocupación por mi anómalo comportamiento.

-Buena chica. Cuando acabe de explicártelo todo te haré una proposición. Quiero que pienses bien tu respuesta, ya que de ella depende que sigamos juntos para siempre o que no volvamos a vernos jamás.

-Héctor, me estás asustando.

-Lo se y lo siento, querida. Ahora escucha, y recuerda guardar silencio.

Entonces le conté todas mis desventuras, el encuentro con los bárbaros, la muerte de nuestro padre, mi captura y mi vida como esclavo de Hulgard, mi rescate por parte de Ansila y, finalmente, mi conversión en vampiro.

Ella escuchó mi narración con los ojos muy abiertos, un par de veces se le escapó un fuerte suspiro y pareció que iba a decir algo, pero cumplió su promesa y no me interrumpió ni una sola vez.

-¿Qué piensas de todo esto?- le pregunté.

-Por Dios, Héctor, no se que pensar. ¿De verdad te has convertido en un monstruo?

-Julia, querida, no soy ningún monstruo. Soy el mismo Héctor de siempre, el mismo Héctor que te juró amor eterno en esta misma casa, solo que algo cambiado.

-¿Algo cambiado? Héctor, ni siquiera eres ya humano. ¿No ves la enorme distancia que ahora nos separa?

-Claro que la veo, pero eso puede cambiarse.

-¿Como?

-Haciendo que nuestro amor sea realmente eterno.

-¡Quieres convertirme en alguien como tú!

-Solo si tú consientes. Piénsalo bien, Julia. Podríamos estar juntos para siempre, realmente para siempre.

-¿Pero a qué precio?

-No es tan terrible como parece.

-¿Qué pasará si me niego?

-Me marcharé y nunca volverás a verme.

Rompió a llorar en ese mismo instante hundiendo su rostro entre sus manos, un llanto desesperado que sacudía su cuerpo de arriba a abajo, esa fue la única vez que vi llorar a Julia. La dejé llorar durante largo rato hasta que levantó la vista, se secó las lágrimas y con una firme determinación en su mirada me dijo:

-No quiero perderte, significas más para mi que mi propia vida. Haz lo que debas.

“Haz lo que debas”. Las mismas palabras que yo le había dicho a Ansila. Parecía una señal del destino, las pocas dudas que aún tenía sobre lo que iba a hacer se disiparon completamente al oírlas. No esperé más, me abalancé sobre ella y repetí el ritual que Ansila había practicado conmigo, al terminar ella se desmayó.

Cargué con su cuerpo y salté por la ventana, fui por mi caballo que aún esperaba paciente en el bosquecillo y emprendí el galope camino a Roma con mi amada entre mis brazos.

La noche anterior, en previsión de lo que pudiera acontecer, había alquilado una casita en las afueras. Dentro había una habitación con un pequeño ventanuco que yo cubrí con una tabla para obstruir la entrada de la luz del sol. Dejé a Julia tendida en la cama y tras asegurarme de que la casa quedaba bien cerrada, salí de caza. Volví a la casa poco antes del amanecer, me aseguré, una vez más, de que todo estaba bien cerrado y que nadie nos molestaría durante nuestro sueño diurno y me tumbé en la cama, junto a la que ya era mi compañera eterna y me dormí.


VII

Permanecimos dos noches más en Roma para que Julia se habituase a su nueva vida, permanecer más tiempo habría sido peligroso ya que alguien podría reconocernos y eso era algo que no deseábamos. Partimos pues la tercera noche y nos encaminamos hacia el norte y cuatro noches después entramos en Pisae, donde nos instalamos.

Allí, nos hicimos pasar por hermanos consanguineos, lo cual no fue difícil ya que ambos eramos rubios y de ojos verdes, así no resultó extraño que ambos padeciéramos la misma enfermedad cutánea que, una vez más, usamos como escusa para nuestros hábitos nocturnos.
Una vez establecidos, envié una carta a Craso donde le explicaba que Julia y yo nos encontrábamos bien, que nos habíamos visto obligados a alejarnos de Roma por motivos que no podía explicar y que, por esos mismos motivos, ya nunca volveríamos. Le encargué que vendiese todas las propiedades de la familia excepto la casa y que ingresase lo obtenido en el banco. Adjunté a la carta dos documentos; uno donde le autorizaba a actuar en mi nombre y otro donde les traspasaba la propiedad de la villa a él y a Aeto. Concluí la misiva advirtiéndole que no nos buscara y que tanto Julia como yo lamentábamos mucho el no habernos despedido personalmente pero que teníamos poderosas razones para actuar de forma tan misteriosa. Insistí en que no se inquietara, que estábamos bien de salud y que ningún peligro nos amenazaba. Envié, también, otra carta al banco donde les advertía de las transacciones que llevaría Craso en mi nombre y que cuando estas hubieran concluido, transfirieran el total a mi banco en Pisae, también les advertí que no dijeran a Craso ni a ningún otro conocido nuestro nuevo paradero.

No se que pensó Craso de todo eso, ni si mis palabras lo tranquilizaron realmente, pero cumplió mis órdenes y en un par de semanas Julia y yo pudimos disponer totalmente de nuestra pequeña fortuna.

Nuestra vida en Pisae fue plácida, procuramos no hacer amigos para evitar situaciones embarazosas que pudieran levantar sospechas sobre nuestra condición pero, a pesar de nuestra vida solitaria, éramos felices. Nos teníamos el uno al otro y eso era todo lo que necesitábamos. Aunque lo más habitual entre nuestra gente es que un neófito abandone a su creador poco tiempo después de su conversión, no fue ese el caso de Julia, que permaneció siempre a mi lado. Ese comportamiento atípico era debido a que nuestro amor se remontaba a cuando éramos humanos. Solo la muerte podría separarnos.

Permanecimos en Pisae unos dos años, por entonces, nos habíamos encontrado un par de veces por las calles con algún conocido de Roma. Viendo peligrar nuestro anonimato, decidimos alejarnos aún más de nuestra antigua vida.

Viajamos tomando todas las precauciones, no teníamos prisa ni ningún destino fijo, incluso permanecimos por varios días en varias de las ciudades que cruzábamos. Finalmente, tras varios meses de viaje, ya que la ciudad nos encantó, nos establecimos definitivamente en Tarraco. Corría el año 382

Eran tiempos revueltos para el imperio. Este había crecido demasiado y las luchas interinas por el poder estaban a la orden del día, ya por entonces se hablaba de una división del imperio en dos grandes bloques que se hizo definitiva cuando el emperador Teodosio I repartió el imperio entre sus dos hijos. Arcadio recibió el imperio de occidente, cuya capital se estableció en Milán y Honorio recibió el imperio de oriente, con capital en Constantinopla.

Julia y yo continuamos nuestra vida ajenos a todos estos cambios, sin intimar con nadie, pero nuevos cambios se avecinaban para el imperio.


La crisis se apoderó de forma definitiva de Occidente cuando los visigodos bajo el mando de Alarico I se dirigieron hacia Italia en el año 402. En un primer momento, el general romano de origen vándalo Estilicón, una de las últimas grandes figuras militares de Occidente, logró derrotar a Alarico I en la Batalla de Pollentia. Sin embargo, las tropas romanas ya no eran tan abundantes como en tiempos anteriores y Estilicón sólo pudo reunir los hombres suficientes retirando buena parte de los que vigilaban la frontera del río Rin. A resultas de ello, en la Navidad del 406 los vándalos, suevos, francos y en menor medida los gépidos, alanos, sármatas y hérulos, cruzaron de forma masiva el río helado y se extendieron como una plaga por toda la Galia y luego por Hispania, saqueando todas las ciudades a su paso.

Poco después Alarico I volvió a amenazar a Roma exigiendo el pago de importantes tributos, mientras en Britania un nuevo usurpador se coronaba a sí mismo como Constancio III. Estilicón fue incapaz de atajar la crisis y, víctima de las conjuras de los cortesanos de Honorio, fue ejecutado en el 408. Las tropas romanas abandonaron Britania mientras era invadida por nuevos contingentes bárbaros con el fin de apaciguar la situación en la Galia, pero poco pudieron hacer. En todo el Imperio la autoridad romana se desmoronaba, y sólo las sucesivas capitales de Milán y Rávena contaban con las fuerzas suficientes para defenderse adecuadamente.

Con este cuadro, a Alarico le fue relativamente fácil chantajear a la abandonada ciudad de Roma al sitiarla sucesivamente en 408 y 409, retirándose cuando obtenía el oro convenido con el Senado. Pero en el 410 no le pudieron entregar las 4.000 piezas exigidas y Alarico ordenó saquear la ciudad. Tal hecho fue visto por los propios romanos como el fin de una era y un ultraje inimaginable, pues la antigua gran capital del viejo Imperio caía ahora saqueada por los bárbaros. Y mientras Alarico saqueaba la ciudad, Honorio se encontraba en Rávena rodeado de sus aduladores cortesanos y no hizo nada para evitar el saqueo. Hacía más de siete siglos que en Roma no entraba un ejército extranjero.

El 476 fue destronado el último emperador romano, Rómulo Augusto. La Tarraconense fue en gran parte conquistada, el mismo año o poco antes, por el rey visigodo Eurico y Tarragona continuó siendo una de las metrópolis durante la monarquía visigoda.

Los invasores impusieron el feudalismo y así empezó la época más oscura de la historia de occidente, lo que hoy se conoce como la Edad Media.



VIII

Si bien los cambios fueron graduales, llegó un momento en que nuestra vida en Tarraco se volvió insostenible. La iglesia empezó a hacerse con su parte del poder y a finales del siglo V, los juicios a infieles y las cazas de brujas fueron haciéndose más habituales. Nuestros hábitos nocturnos levantarían sospechas tarde o temprano, así que durante un tiempo fui gastando nuestro dinero en la adquisición de joyas, más fáciles de transportar y a mediados del año 497 abandonamos Tarraco con destino a Constantinopla.

Tardamos tres meses en llegar a Milán, ya dentro de las fronteras del imperio de oriente. Tuvimos que extremar las precauciones, viajando trayectos cortos para pasar inadvertidos. Nos alimentamos durante ese tiempo con sangre de animales, solo ocasionalmente pudimos cazar a un pasajero nocturno o un pastor que dormía al raso. Una vez dentro del imperio nos sentimos más seguros y nuestro viaje se hizo más rápido. Un mes y medio más tarde pudimos instalarnos en Constantinopla.

Busqué a Ansila, pero no pude encontrarle, más tarde me enteré de que había abandonado la capital poco después de mi marcha. Nunca más volvieron a cruzarse nuestras vidas.

Discutimos durante mucho tiempo como debíamos actuar a partir de aquel momento. A pesar de la seguridad que nos daba vivir en el imperio, lejos del creciente oscurantismo de occidente, eran tiempos cambiantes y debíamos permanecer alerta. Decidimos finalmente que nuestra seguridad estaba en la movilidad, no permaneceríamos en el mismo lugar más que una o, a lo sumo, dos décadas. Después nos trasladaríamos.

Y así lo hicimos, tras Constantinopla vinieron Antioquía, Alejandría, Cartago, Corinto y de nuevo a Constantinopla. Cuando regresábamos a una ciudad ya había pasado suficiente tiempo para hacernos pasar por nuestros propios descendientes y no levantábamos sospechas de algún posible superviviente de los tiempos de nuestra anterior estancia. Invertí en varios negocios en los lugares donde nos asentábamos y nuestra fortuna fue creciendo con el tiempo permitiéndonos vivir más que holgadamente.

Durante nuestros viajes buscamos a otros de nuestra especie, ya que era la única posibilidad que teníamos de establecer una verdadera amistad, pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Llegamos a pensar que éramos los únicos que quedábamos. Después de muchos años de búsqueda, cuando ya pensábamos en desistir, les encontramos. Fue en Corinto, en año 684.

Nos cruzamos con ellos en una de las calles de la ciudad. Julia y yo reconocimos al acto sus auras vampíricas y pudimos ver que también ellos nos habían identificado como miembros de su especie. Aeneas y Theron, tales eran sus nombres, eran griegos de nacimiento. Aeneas era de Atenas y Theron de la misma Corinto. Ambos eran atractivos y risueños, desde el primer momento se ganaron nuestro cariño. Los dos trabajaban de estibadores en el puerto de la ciudad.

No todos los de nuestra especie tienen la misma suerte que teníamos mi compañera y yo al pertenecer a una familia adinerada cuando fuimos convertidos. Nuestros nuevos amigos pertenecían a la clase trabajadora cuando eran humanos y tuvieron que volver a ella tras su conversión para poder pasar desapercibidos. Ambos habían sido convertidos por el mismo vampiro, pero con cincuenta años de diferencia, Cuando se conocieron y tuvieron constancia de este hecho, decidieron unirse como pareja.

-¿Y que fue de vuestro creador?

-No hemos vuelto a verle-dijo Theron.- Cuando nos unimos le buscamos durante un tiempo, pero parecía que se lo había tragado la tierra.

-Tal vez tú te has encontrado con él alguna vez-terció Aeneas.- Es un galo muy alto, de pelo rojo y...

-¡Ansila!

-¿Le conoces?

-Ya lo creo. También es mi creador.

-¿Sabes donde encontrarle?

-No, mi hermana y yo también le buscamos en Constantinopla, donde le conocí, pero tampoco pude localizarlo. Como vosotros, no he vuelto a verle.

A partir de esa noche nos vimos a diario y , poco después, les propusimos que se establecieran con nosotros en nuestra casa. Los contraté como criados con un sueldo que triplicaba lo que ganaban en el puerto. El puesto era prácticamente simbólico, ya que Julia y yo no teníamos necesidad de criados, por lo que sus obligaciones eran pocas y les dejaban mucho tiempo libre, así podían acompañarnos en nuestras correrías.

De ese modo, nos convertimos en una pequeña familia y durante el tiempo que estuvimos juntos no nos sentimos tan solitarios.

Fue en esa época que conocí a uno de los pocos humanos con los que trabé amistad desde mi conversión. Se llamaba Licinio, era un pintor que había ganado cierto renombre en esa época ya que había participado, junto a otros artistas en la creación de lo que hoy en día se conoce como “Los mosaicos de Justiniano”, dos impresionantes obras que a día de hoy aún podemos contemplar en la Iglesia de San Vidal, en Rávena. Si algún día podéis visitar la iglesia y contemplar los mosaicos, recordad que alguna parte de ellos son obra suya.

Licinio fue el primero de muchos artistas que me retrató, poco a poco os iré hablando de ellos. Aún conservo muchos de esos retratos, lamentablemente ese no es uno de ellos, dadas las características de la obra, un mosaico incrustado en una de las paredes de mi casa en Corinto, no es ya, más que un recuerdo pues fue destruido en algún momento de la historia junto a la casa.

Pero corto fue el tiempo que compartimos con Aeneas y Theron. Cuando dos décadas más tarde, Julia y yo, decidimos que había llegado el momento de cambiar de ubicación, ellos decidieron quedarse. Como no quería dejarles desamparados, puse a su nombre mis negocios y mi casa en Corinto y nos despedimos de nuestros amigos con el corazón encogido por la tristeza.

Unas tres semanas más tarde, estábamos afincados en Constantinopla una vez más. Era el año 705.
Desde la seguridad que nos ofrecía la capital del imperio de oriente fuimos testigos del nacimiento de un nuevo imperio, el de los hijos del Islam.

Las tropas árabes lideradas por Muza, Musa ibn Nusair, derrotaron al ejército bereber terminando con su resistencia en el norte de África en el año 700.

Mientras tanto, en la península ibérica, Rodrigo sucede a Witiza como rey de los visigodos tras la guerra civil visigoda de 710; gobernará en 710-711, cuando comienza la conquista musulmana entre los años 711 y 720. Fue el final del reino visigodo de Toledo, y el comienzo del emirato Omeya de Al-Ándalus.

Ajenos a todo eso, Julia y yo continuamos buscando durante años a otros como nosotros, nuestras estancias en las diversas ciudades en las que nos establecíamos se acortaron a cinco o seis años. Así cubríamos más terreno y aumentábamos las posibilidades de dicho encuentro, pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Aparte de Aeneas y Theron, a quienes visitamos un par de veces, no encontramos a ningún otro. O realmente éramos muy pocos en aquella época o la mayoría se escondía cuidadosamente.

Mientras tanto, en la península ibérica se iniciaba la reconquista por parte de los nobles visigodos.
En el año 718 se sublevó un noble llamado Pelayo. Fracasó, fue hecho prisionero y enviado a Córdoba (los escritos usan la palabra «Córdoba», pero esto no implica que fuera la capital, ya que los árabes llamaban Córdoba a todo el califato).
Sin embargo, consiguió escapar y organizó una segunda revuelta en los montes de Asturias, que empezó con la Batalla de Covadonga de 722. Esta batalla se considera el comienzo de la Reconquista.
Mientras eso sucedía, decidimos buscar más allá de nuestro circuito, viajamos hacia el norte y durante años recorrimos los reinos de Bulgaria y Hungría. Allí encontramos a algunos de nuestra especie, pero fue decepcionante. Los pocos que se cruzaron en nuestro camino eran seres patéticos, solitarios, muy influenciados por el oscurantismo reinante en el occidente feudal. Se tomaban a si mismos por criaturas diabólicas, vestían con andrajos, se escondían en los cementerios y en edificios abandonados, huían de las cruces y de los ajos y cuando intentábamos explicarles que podían llevar una vida mejor, se negaban rotundamente a escucharnos y huían de nosotros.

Decepcionados, decidimos volver a nuestra querida Constantinopla. Llegamos a ella con la entrada del nuevo milenio. Era el año 1000.

Contrariamente a lo que se cree hoy en día, ninguna ola de pánico al Apocalipsis invadió Europa con la llegada del año 1000.

En cualquier caso, en la Edad Media el Apocalipsis estaba en la mente de los individuos como elemento fundamental del pensamiento religioso. Hubo vaticinios milenaristas por parte de algunos predicadores o monjes. Por ejemplo, Raoul Glaber, monje francés nacido en la segunda mitad del siglo X, escribe en sus Historias: "Cumplidos los mil años, pronto Satanás será desencadenado". La inminencia del fin del mundo se ve reforzada por la aparición de un meteorito, lo cual, según Glaber, presagia "algún acontecimiento misterioso y terrible".

Pero pasó el año 1000 y ninguno de estos vaticinios se cumplieron. En el año 1033, las fortísimas lluvias y la hambruna que asolaron Europa llevan a Glaber a insistir en el mismo presagio: en ese año se conmemoraba el primer milenio de la Pasión de Cristo, lo que le hace temer que pueda ser la fecha elegida para "el fin del género humano". Pero, como ya he dicho, a pesar de estos rumores sobre el fin de los tiempos, ningún pánico colectivo milenarista se extendió entonces por Europa.


IX

En la segunda mitad del siglo XI comenzó un período de crisis, marcado por la debilidad del imperio ante la aparición de dos poderosos nuevos enemigos: los turcos selyúcidas y los reinos cristianos de Europa occidental;
En Occidente, los normandos expulsaron de Italia a los bizantinos en unos pocos años (entre 1060 y 1076), y conquistaron Dyrrachium, en Iliria, desde donde pretendían abrirse camino hasta Constantinopla, pocos años después, la Primera Cruzada se convertiría en un quebradero de cabeza para el emperador Alejo I Comneno. Se discute si fue el propio emperador el que solicitó la ayuda de Occidente para combatir contra los turcos. Aunque teóricamente se habían comprometido a poner bajo la autoridad del imperio los territorios sometidos, los cruzados terminaron por establecer varios Estados independientes en Antioquía, Edesa, Trípoli y Jerusalén.

Los alemanes del Sacro Imperio y los normandos de Sicilia y el sur de Italia siguieron atacando el Imperio durante el siglo XII. Federico I Barbarroja intentó conquistar sin éxito el Imperio durante la Tercera Cruzada, pero fue la cuarta la que tuvo el efecto más devastador sobre el Imperio bizantino en siglos, la codicia por parte de los venecianos y de los jefes cruzados de los tesoros de Constantinopla hizo que venecianos y cruzados no respetaran el acuerdo y tomaran por asalto Constantinopla el 13 de abril del 1204. Tras 3 días de pillaje y destrucción de importantes obras de arte, por primera vez desde su fundación por Constantino I, más de 800 años antes, la ciudad había sido tomada por un ejército extranjero, dando origen al efímero Imperio Latino (1204-1261).

Huyendo de todos estos tumultos, emprendimos una nueva peregrinación que culminó con nuestra llegada a Barcelona, donde nos asentamos en 1260.

La ciudad era, en esa época, un importante enclave comercial, tanto por su situación entre el reino carolingio y los dominios musulmanes (que fue disminuyendo conforme avanzaba la Reconquista), como en su proyección hacia el mar. En el área portuaria era corriente la ubicación de mercaderes de variada procedencia, sobre todo genoveses, pisanos, griegos y egipcios, lo que nos proporcionó una buena tapadera al hacernos pasar por comerciantes genoveses.

En 1277 conocí a un sacerdote artista armenio llamado Toros Roslin, bastante célebre en la época, ya que había hecho un retrato a León III de Armenia cuando este era aún príncipe. Roslin era un buen miniaturista, de modo que le encargué dos miniaturas, una de Julia y otra mía. Aún conservo la de Julia, la mía la perdí de la forma más lamentable que podáis imaginar.

Durante el tiempo que Julia y yo estuvimos allí, no cazábamos en la ciudad. Hacíamos incursiones en varias de las poblaciones cercanas que, hoy en día, son barrios de la actual Barcelona.

Fue en una de esas incursiones cuando aconteció la mayor tragedia de mi larga existencia. Era el año 1297.

Nos dirigíamos a St. Andreu del Palomar cuando, de entre la arboleda que bordeaba el camino, aparecieron cinco hombres armados con ballestas.

-Mors omnia solvit(1)- gritó el que parecía el jefe. Tras esas palabras dispararon contra nosotros.

Al mismo tiempo que recibía una de las flechas en el muslo derecho, vi a Julia caer del caballo con dos saetas sobresaliendo de su pecho. Al ver esa imagen me invadió la locura. No recuerdo haberme movido con tanta rapidez en mi vida, mi rabia aumento mi rapidez vampírica y en pocos segundos había asesinado a cuatro de ellos e inmovilizado al quinto, el que parecía su jefe.

-¿Porqué?-pregunté apretando su cuello.

-No merecéis vivir, criaturas de Satanás- respondió respirando con dificultad.

Comprendí entonces que esos hombres sabían quienes éramos y que nos habían emboscado para darnos caza. Observé que todos llevaban el mismo emblema en sus casacas. Un escudo con las armas papales en el que estaban representados una cruz y un cáliz bajo el cual se leía la divisa: “Deum colem, regem serva”(2).

-¿Quién diablos sois?-Inquirí.

-Causa Aequa(3)- fue su misteriosa respuesta antes de morir.

Solté el cadáver y me acerqué a Julia que seguía tendida en el suelo. Mis temores se confirmaron, una de las flechas había atravesado su corazón. Julia estaba muerta.

Contemplé, sin poder hacer nada, como su cuerpo se marchitaba y se convertía en cenizas que fueron dispersadas por el viento. Acababa de perder a la persona que más había amado en mi larga existencia. Por primera vez en mil años, me encontraba solo. Así fue como me desprendí de la miniatura de Roslin. Julia la llevaba siempre encima, así que, a falta de un cuerpo que sepultar, enterré sus ropas y la miniatura con mi retrato, todo lo que quedó de mi amada, al borde del camino. Jamás regresé a ese lugar.

Tal fue mi desconsuelo que, durante años, vagué como un alma en pena, apartándome de los grandes núcleos de población, alimentándome a menudo con sangre de animales salvajes, tal era mi obsesión por mantenerme alejado de la gente. Hasta tal punto llegó mi degradación que llegué a parecerme a aquellos vampiros búlgaros que Julia y yo habíamos encontrado en nuestros viajes.

Pero el tiempo lo cura todo y, finalmente, comprendí que no podía seguir así. Me imaginé a mi amada recriminándome por mi comportamiento y sentí vergüenza de mi mismo. Volví sobre mis pasos y cuando regresé a Barcelona ya había recuperado mi antiguo aspecto. Recuperé mis propiedades haciéndome pasar por mi propio descendiente, afortunadamente, había conservado el sello familiar y me asenté en la ciudad para recuperar fuerzas. Era el año 1494, dos años después de que Colón descubriera América y que los reyes católicos reconquistaran Granada dando fin a la reconquista de la península.

Mientras, una nueva corriente del pensamiento nacía en Italia y empezaba a extenderse por Europa, lo que más tarde se llamaría el Renacimiento.

    (1) “La muerte lo disuelve todo.”
    (2) “Adora a Dios y guarda la Ley.”
    (3) “Causa justa.”

X

Durante un tiempo, me dediqué a investigar al extraño grupo que nos atacó a Julia y a mi en aquella infausta noche. Estudié documentos antiguos, consulté libros de heráldica buscando el insólito escudo que portaban esos hombres, interrogué a los pasajeros que llegaban al puerto procedentes de todas las naciones, pero no pude sacar nada en claro. Finalmente, conocí a un anciano abad que había pasado largos años en Roma y que pudo informarme.

Causa Aequa era un pequeño ejercito de fanáticos religiosos financiados por los Estados Pontificios. Su misión era la de librar al mundo de lo que ellos llamaban “criaturas de las sombras”. Esencialmente vampiros, brujas y licántropos.

Poco podía hacer yo contra tan poderoso enemigo, pero juré vengarme a la primera ocasión.

Finalmente, llegó la hora de cambiar de aires y días después, me establecía en París, donde adopté la personalidad del Marqués de La Roca, noble catalán en viaje de placer. Era el año 1516.

En Francia, la influencia renacentista italiana se dejó sentir desde muy temprano, favorecida por la cercanía geográfica, los vínculos comerciales y la monarquía, que ambicionaba anexionar los territorios limítrofes de la península italiana, y lo consiguió en algunos momentos. Sin embargo, el impulso definitivo a la adopción de las formas renacentistas se dio bajo el reinado (1515-1547) de Francisco I. Este monarca, gran mecenas de las artes y aficionado a todo lo que procediera de Italia, protegió a importantes maestros, solicitando sus servicios para la Corte francesa (entre ellos el mismo Leonardo da Vinci, que murió en el Castillo de Cloux), a la vez que emprendió un ambicioso programa de revitalización cultural que revolucionó el desarrollo de las artes en el país.

Con mi falsa personalidad de noble y mi poder económico, no me fue difícil introducirme en la corte, donde mis hábitos nocturnos fueron aceptados más como una excentricidad que por mi explicación sobre mi supuesta enfermedad. Y fue ahí, en ese lujoso ambiente, donde menos lo esperaba, que encontré a uno de los míos. Su nombre era Marcel.

Lo conocí en un baile de máscaras organizado por cierta baronesa cuyo nombre no consigo recordar. Era alto y atlético, muy apuesto, de ojos color miel y pelo negrísimo que llevaba casi tan largo como yo.

Congeniamos enseguida y nos convertimos en pareja. Me mostró todos los secretos de París y me presentó a muchos miembros de la nobleza francesa.

Fue en 1518 cuando me presentó al genial Leonardo da Vinci. Leonardo era un hombre de fuerte personalidad, aunque en algunos aspectos se comportaba como un niño. Hombre extremadamente inquieto, siempre tenía sobre su banco de trabajo mil proyectos a medio terminar, era un auténtico genio adelantado a su tiempo. Si muchos de esos trabajos, a los que tuve ocasión de echar un vistazo y ahora perdidos para siempre, se hubieran llevado a término, la humanidad hubiera avanzado varios siglos más rápido de lo que lo ha hecho. Le encargué un retrato mio vestido con una armadura medieval, un capricho mio que pagué por adelantado. Lamentablemente, aunque Leonardo terminó su trabajo, jamás llegué a poseer tan valiosa obra, ya que antes de que pudiera recogerla, Leonardo murió el 2 de Mayo de 1519. A su muerte, Francisco I requisó todos los bienes del taller del artista para la corona, mi retrato incluido. No pude verlo terminado hasta hace muy poco. Víctor, uno de los miembros de la pequeña comunidad de vampiros con la que me relaciono me comentó hace pocos años que vio ese retrato en la sede del Club Jano en Nueva York. No se que extrañas vicisitudes pasó la obra hasta llegar a semejante lugar, pero cuando me enteré de su actual ubicación, me introduje subrepticiamente en el club. Estuve más de cuatro horas contemplando extasiado la pintura, hasta que oí unos pasos que se acercaban y abandoné el lugar.

Marcel era un viajero incansable y raramente se quedaba en un lugar más que un par de meses. Fue en una de esas raras excepciones cuando le conocí, estuvo en París casi tres años. Lo seguí en su peregrinaje por toda Europa y acabó contagiándome su ansia viajera.

Viajamos hasta la península itálica, donde durante algunos años recorrimos los diversos reinos italianos. Lombardía, Florencia, Módena, Los Estados Pontificios... Durante nuestro recorrido por la península de la bota, me imbuí del arte renacentista y aprendí a amarlo. Siempre ha sido mi estilo pictórico preferido.

Tras Italia vinieron Austria, Flandes, otra vez Francia y los reinos de Aragón y Castilla. En ese tiempo, y bajo la personalidad de un noble veneciano, conocí a uno de los más grandes artistas de todas las épocas. Fue en Toledo, en 1580, el hombre era Doménikos Theotokópulos, más conocido como “El Greco”.

Lo recuerdo como un hombre de gran cultura, que había leído todos los clásicos y que había bebido de todos los grandes artistas de su época. Me subyugó su gran personalidad y le pedí que me hiciese el gran honor de hacerme un retrato. Al principio se negó, pues prefería dedicarse a la pintura religiosa, pero cuando le prometí que haría una importante donación a la iglesia en su nombre, aceptó el encargo y a día de hoy aún conservo ese retrato, es una de mis más preciadas posesiones.

Después visitamos Portugal y más tarde embarcamos hacia el Imperio Otomano, donde pude revisitar los lugares donde Julia y yo fuimos tan felices. En Constantinopla, que en aquella época aún conservaba su nombre, intente localizar a Ansila, pero fue imposible encontrar la más pequeña pista de su paradero. Tampoco pude localizar a Aeneas y Therón cuando pasamos por Corinto. La verdad es que no he vuelto a saber nada de ninguno de ellos.

Durante la primera mitad del siglo XVII recorrimos Hungría y el Imperio Germánico donde gracias a nuestro bien aprendido papel de condes catalán y francés, pudimos disfrutar de la hospitalidad de la nobleza de ambos reinos.

El “Imperio” entró en crisis en el siglo XVII, tras la “Paz de Westfalia”. La progresiva pérdida de poder imperial fue directamente proporcional al avance en la autonomía de cada uno de los territorios y estados integrantes. Francisco II fue el último emperador. Varias crisis y conflictos bélicos mandaron al “Sacro Imperio” a la tumba.

Huimos de esas tierras para no vernos envueltos en esos conflictos.


XI

Regresamos a los Países Bajos y en 1660, en Ámsterdam, tuve la suerte de visitar el estudio de Rembrandt Harmenszoon van Rijn “Rembrandt”. También le pedí un retrato haciéndome pasar por un comerciante genovés. Actualmente, es otra de las joyas de mi colección.


 El año 1700 desembarcamos en Barcelona, coincidiendo con la muerte del rey Carlos II “el hechizado”.
Carlos murió sin descendencia, por lo que dejó un vacío en el trono que provocó lo que hoy conocemos como la “guerra de sucesión”. Dos fueron los pretendientes al trono: por un lado Carlos III, el pretendiente austríaco; por el otro Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia.

Los habitantes de lo que antaño fue la corona de Aragón apoyaban al primero, mientras que en tierras de Castilla se apoyaba al segundo. El resultado fue un conflicto que bien puede considerarse como la verdadera primera guerra mundial, ya que las diversas naciones europeas apoyaron a uno u otro bando enviando contingentes al conflicto. Fueron tiempos convulsos para esas tierras por lo que huimos de ellas a finales del 1710, una año antes de que Carlos III abandonara Barcelona, a raíz de la muerte de su hermano, para coronarse en Viena como emperador del Sacro Imperio. El conflicto terminó con la victoria de las tropas felipistas tras la caída de Barcelona el 11 de Setiembre de 1914.



Volvimos a Francia, y más tarde decidimos embarcarnos hacia el Reino Unido. En 1723, en Londres, llegó a mis manos una traducción al inglés de “La Ilíada” de Homero, la traducción era de un célebre poeta de la época: Alexander Pope. Con el ejemplar bajo el brazo, visité al poeta bajo la personalidad de un conde castellano, logré que me recibiera y me firmara una dedicatoria en mi ejemplar. Cultivé su amistad durante los siete meses que Marcel y yo permanecimos en Londres, aún conservo el ejemplar en mi biblioteca.

Fue entonces cuando Marcel sugirió cruzar el charco y visitar las colonias del nuevo mundo. Le respondí que era imposible ya que el viaje duraba unas tres semanas y que durante ese tiempo no podíamos alimentarnos del pasaje y la tripulación del barco ya que pronto levantaríamos sospechas.

Pero Marcel lo tenía todo planeado. Me explicó que mucho tiempo antes de conocernos había caído en sus manos un pergamino que contaba las vivencias de un vampiro de la antigüedad llamado Atticus. Ese vampiro encontró una forma para enfrentarse a ese mismo problema. Lo llamaba “el beso”.

Atticus atacaba a su víctima dejándola inconsciente antes de que esta pudiera verle. Después bebía unos tragos de ella, apenas una cuarta o quinta parte de lo que necesitaba, tras lo cual la soltaba y ocultaba las señales de su cuello mediante el sistema de dejar caer unas gotas de su propia sangre encima de ellas, con lo cual, quedaban cicatrizadas al instante.

Repetía eso con cuatro o cinco personas diferentes hasta que quedaba, por fin, saciado.

El resultado, era que nadie moría, las personas atacadas se despertaban algo débiles por la pérdida de sangre y durante dos o tres días, la luz del sol les resultaba muy molesta. Pero a los pocos días volvían a la normalidad y todo se achacaba a un mareo.

Y así fue como embarcamos hacia las colonias, usamos la excusa de la enfermedad cutánea para que a nadie le extrañara que nos moviéramos solo durante las horas nocturnas y permaneciéramos en nuestro camarote durante el día. Unas veces usamos la técnica de Atticus, otras nos alimentábamos con sangre de las ratas que siempre acompañaban al pasaje de un barco en aquella época.

Así conseguimos terminar nuestro viaje y desembarcábamos en el puerto de Boston en primavera de 1732.

Allí conocí a otro célebre artista, John Smybert, que pintó otro de los retratos de mi persona que aún conservo en mi colección. No os puedo contar gran cosa de él, era un hombre reservado y nuestra relación se limitó a los ratos que pasé posando en su estudio.

Pasamos algunos años visitando las colonias viajando siempre hacia el sur. Marcel parecía disfrutar mucho, pero a mi nunca me atrajeron esas tierras ni sus gentes y estilo de vida, por eso, cuando decidió afincarse definitivamente en Nueva Orleans, harto ya (según me dijo) de tanto viajar, me separé de él para volver a Europa. Acabábamos de entrar en el siglo XIX, era el año 1801.

Continué viajando sin parar de un lado para otro, Mi primera parada fue la Francia bonapartista. Las noticias que llegaban al nuevo mundo de las andanzas de Napoleón despertaron mi curiosidad. Adopté la personalidad de un comerciante de las américas, ya que hacerme pasar por noble no me hubiera beneficiado en absoluto.

Bonaparte instituyó diversas e importantes reformas, incluyendo la centralización de la administración de los Departamentos, la educación superior, un nuevo código tributario, un banco central, nuevas leyes y un sistema de carreteras y cloacas. En 1801 negoció con la Santa Sede un Concordato, buscando la reconciliación entre el pueblo católico y su régimen. Durante el año 1804 se dictó el Code civil des Français,  también conocido como Código Napoleónico, que consiste en la redacción de un cuerpo único que unificara las leyes civiles francesas. El Código fue preparado por comités de expertos legales bajo la supervisión de Jean Jacques Régis de Cambacérès quien se desempeñó como Segundo Cónsul desde 1799 a 1804; Bonaparte, sin embargo, participaba activamente en las sesiones del Consejo de Estado, donde se revisaban las propuestas de leyes. Este código influyó de manera trascendental en el mundo jurídico, siendo la piedra angular del proceso de codificación.

Otras normas dictadas durante la regencia de Napoleón fueron el Código Penal de 1810 y el Código de Comercio de 1807. En 1808 fue promulgado el Código de Instrucción Criminal, estableciendo reglas y procedimientos judiciales precisos en esta materia. Si bien los estándares modernos consideran que dichos procedimientos favorecían a la parte acusadora, cuando fueron promulgados era intención de los legisladores resguardar las libertades personales y remediar los abusos que normalmente ocurrían en los tribunales europeos. Si bien es cierto que Bonaparte era un regente autoritario, no es menos cierto que la mayoría de Europa estaba gobernada por monarquías absolutas. Bonaparte trató de restaurar la ley y el orden después de los excesos causados por la Revolución, al mismo tiempo que reformaba la administración del Estado.
Tras Francia vinieron Inglaterra, Austria, Rusia, Italia...No me cansaba de conocer nuevos y maravillosos lugares. Disfrutaba tanto del propio viaje como de mis cortas estancias de los puntos que visitaba.

En 1810, en la ciudad alemana de Weimar trabe amistad con el pensador y literato Johann Wolfgang von Goethe.

Goethe fue uno de los pocos humanos con los que trabé una auténtica amistad, y el único al que confesé mi condición de vampiro. Lejos de horrorizarse al tener conocimiento de ello, quedó fascinado por mi persona y no cesaba de interrogarme acerca de los más variados aspectos de mi vida. Incluso pensé en convertirle en uno de los nuestros, pero él adivinó mis pensamientos y me rogó que no lo hiciera. Respeté sus deseos y cultivé su amistad durante los dos años que permanecí en Weimar. Aun conservo un ejemplar de su obra “Las afinidades electivas” con una dedicatoria suya.


XII


En 1815, en Barcelona, tuve otro curioso encuentro. Paseaba aquella noche por las afueras cuando oí un tumulto. Me acerqué y pude ver a un grupo de ocho individuos atacando a una solitaria figura. Pude reconocer en esa figura a un licántropo de gran tamaño, debía de medir más de dos metros y a pesar de presentar varias heridas producidas por los sables que esgrimían sus atacantes, se defendía con bravura. Recordé las palabras de Ansila sobre esos seres y de las tensas relaciones que tenían con los de mi raza, pero pensé que sus atacantes podían pertenecer a Causa Aequa y mi odio hacia ese grupo me decidió. Salté sobre ellos y me uní a la lucha en favor del peludo desconocido. Pronto cuatro de ellos estaban en el suelo, muertos y los otros cuatro huyeron como alma que lleva el diablo.

El licántropo se quedó mirándome con la duda reflejada en los ojos, por un momento pareció que iba a decirme algo, pero en ese momento se desmayó recuperando su forma humana, un joven muy bien parecido que no debía tener mucho mas de dieciocho años. Me acerqué a él y vi como se desangraba por dos profundas heridas que, al contrario de otras que le habían infligido, no se habían cicatrizado. Mordí mi muñeca y dejé que la sangre goteara sobre las heridas del muchacho. Este despertó mientras realizaba esta operación y me preguntó que diablos estaba haciendo.

-Tranquilo- le dije.

Se dio cuenta de que sus heridas cicatrizaban al contacto con mi sangre y permitió que terminara sin hacer más preguntas.

-Gracias por tu ayuda, sanguijuela, creí que no lo contaba.

-Ni lo menciones. Dime, esos tipos... ¿Eran de Causa Aequa?

-No, son un grupo independiente. Creo que se les habrán terminado las ganas de atacar a los nuestros. ¿Porqué me has ayudado?

-Uno contra ocho es demasiado injusto, incluso para alguien como tu. Además, creí que eran de Causa Aequa, y tengo poderosas razones para odiar a esa gente.

Mateo, tal era su nombre, estaba demasiado débil por sus heridas, así que le llevé a mi casa para que pudiera descansar. La noche siguiente, le acompañé a su casa en una bonita calesa que había adquirido hacía pocos días.

Mateo vivía en una pequeña aldea a unos veinte kms de Barcelona hoy en día desaparecida. Todos en la aldea eran licántropos, una extensa manada. La casa de Mateo se hallaba en el centro de la aldea. Temí que nunca saldría vivo de allí, ya que a medida que avanzábamos por las calles, de todas las casas iban saliendo sus habitantes, transformados en su forma lupina. Supongo que detectaron mi aura vampírica desde el momento en que entré en la población. Sin embargo, se fueron calmando al ver a Mateo sentado a mi lado haciendo gestos tranquilizadores.

Cuando, guiado por Mateo, detuve la calesa frente a una de las casas, salió a recibirnos un hombre que aparentaba unos cuarenta años y que resultó ser el padre de Mateo, Tomás, el líder de la manada.

-La manada entera está en deuda contigo, Héctor. Se que es muy raro que nuestras razas colaboren, pero si alguna vez necesitas ayuda, contacta con nosotros- me dijo cuando Mateo le explicó lo que había hecho por él.

Pasé una semana como invitado de la manada cuyos miembros me trataron como a un rey, pero finalmente volví a Barcelona no sin antes comprometerme a mantener el contacto con mis nuevos amigos.

Ese mismo año, en un teatro donde representaban Romeo y Julieta, conocí a Marcos, un joven barcelonés que, aunque esté mal que yo lo diga, sucumbió a mis encantos. Lo convertí la noche siguiente, cuando ambos acudimos juntos a una fiesta de la alta sociedad barcelonesa. Marcos me acompañó en mis viajes hasta que me abandonó, en Londres, dos años más tarde. Pero él mismo os contó sus aventuras, así que no me extenderé más en ese capítulo de mi vida(4).

En 1821, cansado, yo también, de mi fiebre por viajar, me afinqué en las afueras Barcelona. Ese mismo año conocí a Ruth, una bella vampiresa de quinientos años de edad, que bailaba en un cabaret. Ruth tenía como pareja a otra bella vampiresa, María, que se dedicaba a lo mismo que Ruth, pero en otro local. Ambas eran muy bellas, pero Ruth tenía algo realmente especial que me atrajo desde el primer momento. Las acompañé a ambas durante un tiempo, hasta que convencí a Ruth que se convirtiera en mi pareja y viniera a vivir conmigo en mi finca barcelonesa.

Realmente disfruté el tiempo que pasé con ella. Ruth tenía un instinto depredador muy desarrollado, realmente disfrutaba con la caza y cada noche inventábamos nuevos juegos para engañar y atraer a nuestras víctimas. Llegué a amarla casi tanto como a mi queridísima Julia.

Pero por aquella época desarrollé un gran instinto de territorialidad. No soportaba que otros de mi especie invadieran lo que consideraba mi territorio privado de caza. Cuando uno de ellos se internaba dentro de sus límites no tardaba en detectarlo y lo expulsaba inmediatamente. Por lo general solo tenía que mostrarme abiertamente ante él (o ella) y al ver mi poderosa aura de casi dos mil años huía aterrorizado. Pero una vez, uno de ellos me desafió y le arranqué el corazón con mis propias manos. Esa fue la razón por la que Ruth, aterrorizada por mi acto, me dejó. Era el año 1960.

Tras ese periodo de inactividad decidí viajar de nuevo, visité diversas ciudades de Francia e Italia y así fue como llegué a Roma en el año 1961 y conocí a una mortal que me atrajo nada mas verla. Era una morenaza realmente espectacular, la seduje y la convertí en mi nueva compañera en el corto espacio de una semana. Su nombre era Vittoria. Sin embargo, todo lo que tenía de bella lo tenía de taciturna, era tan sosa y aburrida que no me importó en absoluto que me abandonara nueve meses después, en Agosto de 1962. Nos encontramos casualmente, en Nápoles, con Marcos y su compañero, un vampiro de origen francés llamado René. Durante dos noches Marcos y yo cazamos juntos de nuevo, ambos nos alegramos tanto de nuestro reencuentro que nos olvidamos de nuestras respectivas parejas. Cuando nos dimos cuenta de ese hecho,Vittoria y René ya habían decidido abandonarnos y unirse como pareja. Se quedaron en Nápoles, en la casa que Marcos y René habían compartido hasta entonces en esa ciudad.

Marcos y yo volvimos a mi Barcelona, cada cual por su lado. Yo me instalé en mi residencia en las afueras de la ciudad. Un par de meses mas tarde, un curioso anuncio en la sección de clasificados de un periódico atrajo mi atención. “Mayordomo diplomado se ofrece a caballero de hábitos nocturnos y amante de la hemoglobina. Referencias si”. Claramente ofrecía sus servicios a un vampiro, despertó mi curiosidad, contacté con él y le cité para una entrevista de trabajo.

Jaime, tal era su nombre, tenía treinta y dos años y llevaba diez al servicio de cierto noble alemán que había sido convertido en uno de los nuestros unos doscientos años atrás. Llevaba una carta de su antiguo amo que ensalzaba sus servicios y le recomendaba a quien estuviese interesado en ellos. Jaime me comentó que tuvo que trasladarse por motivos de salud, el clima mediterráneo le favorecía más. Pedía unos honorarios escandalosos, pero dadas las circunstancias, acepté. Aún sigue al cargo de mi residencia en Barcelona.

Permanecí ocioso hasta que en 2003 recibí la visita de Ruth y Marcos acompañados de otros dos vampiros, Víctor y Sandra. Juntos nos vimos envueltos en una batalla contra un comando de Causa aequa. También conoceréis este suceso si habéis leído los escritos de Víctor(5).

Lamento de veras mi actuación de esos días, a punto estuvo de causar la muerte de mis amigos. Mi única escusa es el gran dolor que esos fanáticos me causaron en su día y que enturbia mi mente cada vez que lo recuerdo.





    1. Ver: “Causa Aequa”


EPÍLOGO

Tras ese suceso viajé a París, Roma y finalmente Nápoles, donde me reencontré con Vittoria y René, conviví con ellos casi un año pero de nuevo me entraron ganas de viajar. Me dirigí de nuevo al continente americano y recorrí durante varios meses la costa este hasta que en verano de 2005 llegué a Nueva Orleans, donde Marcel, avisado de mi llegada, me estaba esperando. Volver a cazar al lado de mi antiguo compañero fue una auténtica catarsis. Disfruté realmente de su compañía y dilaté mi estancia durante poco más de un año, pero acabé despidiéndome de Marcel para continuar mi peregrinación. Continué viaje hacia el oeste, recorrí en rápida sucesión Texas, New Mexico, Arizona y finalmente California donde volví a asentarme un tiempo en la ciudad de Los Ángeles.

A finales de 2009 desembarqué en Haití, donde poco después, el 12 de enero de 2010 se produjo el tristemente célebre terremoto que desoló la isla. Permanecer en un lugar donde se ha producido una catástrofe de esas dimensiones, facilita la vida a un vampiro. Es tal la cantidad de cadáveres víctimas del hambre y las enfermedades, que nuestras presas pasan totalmente desapercibidas.

En 2011 me reencontré con Víctor y Ruth en Port-au-Prince, venían acompañados por un vampiro neófito llamado Thomas. Solo llevaba tres días como vampiro, pero me fascinó el aspecto de su aura. Más tarde me enteré que era debido a que Thomas era telépata antes de convertirse. Cuando Víctor y Ruth resolvieron sus asuntos en Haití(6), Thomas se quedo a mi lado como mi nuevo compañero. Un año después, Thomas y yo nos establecimos en Nueva York, donde también residían nuestros amigos. Y esto nos lleva al presente y, por lo tanto, al final de esta historia. Son casi dos mil años de historia condensados en unas pocas páginas que espero que hayan podido entreteneros durante un rato.

Héctor Laureano Claudio, Abril de 2013.

(6) Ver: “Reencuentros”

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